El camino del autoconocimiento no es una línea recta ni una carrera hacia una meta externa. Es más bien un espiral sagrado, una danza entre luces y sombras que nos lleva, paso a paso, a recordar quiénes somos debajo de todo lo aprendido, lo heredado y lo impuesto.
Conocerse a uno mismo es un acto profundo de valentía. Es atreverse a mirar hacia dentro con ojos sinceros, sin disfraces, sin juicios, sin máscaras. Es sentarse frente al espejo del alma y preguntar:
¿Qué parte de mí no he querido ver?
¿Qué herida todavía sangra en silencio?
¿Qué voz he silenciado por miedo a ser rechazado?
No se trata de perfección, sino de presencia.
De abrazar lo que somos con toda nuestra complejidad: luz y sombra, dolor y belleza, caos y sabiduría.
Porque el autoconocimiento no es solo comprender la mente, sino también sentir el cuerpo, habitar la emoción y abrir el corazón a todo lo que hemos vivido.
En este camino, los tropiezos también son maestros. Cada relación, cada crisis, cada pérdida nos devuelve fragmentos de nosotros mismos que habíamos extraviado. Nada es en vano cuando el propósito es despertar.
Algunos encuentran su reflejo en el silencio de la meditación, otros en el fuego de las ceremonias, en el cuerpo que tiembla bajo el rezo de las plantas, en la palabra escrita o en el abrazo de la naturaleza.
Lo importante es recordar que no hay un solo camino correcto, sino una verdad íntima que nos llama desde adentro y nos guía si aprendemos a escucharla.
El autoconocimiento es el viaje de regreso a casa.
A esa casa que no tiene paredes ni techo,
porque está hecha de alma, de raíces, de presencia.
Y cuando por fin llegamos, entendemos que siempre estuvimos ahí,
solo que lo habíamos olvidado.